martes

Fuera del tiempo

Para quienes nacimos en los ochenta nuestra primera imágen de una computadora resulta un televisor con caja de madera, al cual se le "adicionaba" el software mediante un cartucho conteniendo un programa en el teclado. Estamos hablando, claro, de la noble Talent, en la cual la máxima proeza académica consistía en realizar un semicírculo con la tortuga del Logos (es el día de continúo sin encontrarle utilidad alguna). Para terminar de exhibir mi DNI, puedo decir que cuando era aún un purrete fuimos con nuestro curso a La Ola Verde (algunas cosas no cambian), cuando Flavia Palmiero aún se ganaba el pan trabajando y no viviendo de la mensualidad de Mr. Sevel Senior, donde ganamos cinco computadoras como esas para nuestro "gabinete informático".
A mediados de los noventa irrumpió internet, especie de ente que nadie sabía bien qué corno era, pero sí estaban seguros que cambiaría el mundo (ver episodio de The IT Crowd al respecto). Las primeras conexiones, como la vieja y querida de 56k lo único que generaban era fumadores en potencia: su velocidad (o la ausencia de la misma) era exasperante comparada con los parámetros actuales, generando un estado de ansiedad constante. Uno podía meterse en una página porno, cortar el pasto, darse un baño de inmersión y aún no se habrían descargado los pezones en una foto de cuerpo entero. Durante mucho tiempo, el gusto por las computadoras estaba sólo reservado para anormales como quien esto escribe, formando una pequeña secta que jugaba al Magic y escuchaba música alternativa. Con el correr de los años, y especialmente en este nuevo milenio, la computación dejó de ser un espacio reservado a los geeks para masificarse; Chotolog y Fakebook colaboraron con la causa,  grabando en nuestra retina numerosas fotos de adolescentes haciendo pucherito y escribiendo con horrores de otografía frases sin vocales y con muchas s y k. Es por ello que resulta extraño ir a la playa y ver gente con tablets, smartphones y demás utensilios tecnológicos, conectados a internet con total naturalidad, cumpliendo con los mandatos publicitarios de la comunidad 3.0, haciendo que uno se pregunte si no se encuentra en el rodaje de una publicidad. Está tan internalizado el uso de estos gadgets que no se es consciente de cuánto se vieron alteradas nuestras conductas con la asimilación de los mismos y cómo repercuten en otros aspectos de nuestra vida. Existen numerosos libros publicados acerca de cómo navegar por internet cambia nustra forma de pensar, adoptando estímulos fragmentados que nos dificultan leer textos extensos o mantener la concentración por períodos prolongados. Vivimos saltando de un tema al otro como si fuera lo más normal, disimulando nuestra volatilidad con la pátina redentora del "multitasking", un bluff casi tan grande como la pulsera PowerBalance.
Es por ello que actualmente, pasar un día completamente desconectado resulta virtualmente imposible. O casi. Desde chico me consideré un tipo medianamente inteligente, que puede diferenciar la mano izquierda de la derecha, subir una escalera comiendo chicle y hasta andar en bicicleta sin manos. Pero siempre tuve serias dificultades para realizar los actos más elmentales de la vida, provocando numerosos vuelcos de vasos con gaseosa en cumpleaños de la infancia. El viernes, en un nuevo rapto de torpeza, mientras intentaba remover el pantalón corto del tetris de ropa que llevaba en la mochila para jugar al fóbal, producto de la presión a la cual se veían sometidas las prendas, observé con desesperación cómo mi viejo teléfono (especie de batata con señal) salía eyectado del bolso para terminar estallando sobre el océando (representado en este caso por los consecuentes charcos de vestuario), desmembrándose al instante. Frente a los numerosos intentos de reanimación, sólo obtuve como respuesta una tímida pantalla en blanco, lo más cercano a un coma telefónico que vi en mi vida.
No tengo Fakebook, no tengo Twitter y  a duras penas mantengo una cuenta en LinkedIn. En consecuencia, pasé los próximos tres días de mi vida prácticamente fuera del sistema y lo que es mejor aún: se siente genial no estar las veinticuatro horas del día disponible. Algún trasnochado podrá decirme que para eso existe el botón ON/OFF, el cual gracias a mis amplios conocimientos techie descubrí hace poco. De todos modos, no resulta lo mismo, ya que si bien uno puede apagar el aparato o incluso decidirse a no atenderlo, en forma impulsiva apretará alguna tecla para saber si llegó algún mensaje o si continúa funcionando. Una muestra más de cuánto cambiaron nuestras conductas es la sensible baja en el uso de reloj de pulsera: para qué llevar una molestia en la muñeca si podemos tener la hora por el mismo precio en nuestro celular. Hoy por la mañana pasé por el hospital de celulares a retirar el mío. Luego de recibir la mirada despectiva del técnico al devolverme mi viejo teléfono semipúblico, una seguidilla de mensajes de texto me hizo pensar cuán agradable puede ser mantener nuestro costado analógico.