domingo

Manual del pequeño neurótico

El neurótico, por su propia esencia, se enfrenta a conflictos inexistentes para el común de la gente. Pequeños actos rutinarios, nimiedades, se transforman en intensos dramas existenciales. Generalmente, la neurosis suele venir acompañada de trastornos de ansiedad. Este maridaje suele convertirse en un cocktail molotov, dando como resultado situaciones altamente angustiantes para el neurótico. Pero no solamente de la ansiedad se alimenta el neurótico. Es en los pequeños detalles, en apariencia instrascendentes, donde la neurosis se manifiesta en su máxima expresión, llegando a rozarse con los trastornos obsesivos compulsivos.
Hace unos años, cuando el mundo todavía giraba cual cinta dentro de un cassette, y lo analógico primaba sobre lo digital (el cristal líquido sólo era conocido en estrambóticos relojes calculadora, mastodontes inservibles que los más pudientes paseaban en sus muñecas), el drama supremo para el neurótico estaba representado por aquellas palabras tan temidas: "¿me prestas este libro?". Inocentemente, el emisor de esta frase, en apariencia inofensiva, desconocía los efectos que desataba en su receptor, generándole una situación altamente estresante, con efectos cercanos a las convulsiones. El neurótico reposa su oscilante estado de ánimo en pequeñas certezas, actos metódicos necesarios para poder sobrevivir. Requiere de los objetos, no tanto por un afán posesivo, sino como una rutina que es reflejo del orden cósmico. Libros y discos componen elementos esenciales dentro de su universo personal. Mientras para algunos suponen únicamente hojas escritas, cosidas bajo la forma de un bloque para el cual una arruga en su lomo es el resultado normal de su uso, para el neurótico es algo cercano a la razón de su existencia. Su error consiste en dar por sentado que todos obrarán con la misma delicadeza, no abriendo los libros en un ángulo mayor a 90º y forzando la vista hasta lo imposible, transformando el acto de lectura en una tarea titánica, sólo con el afán de no ajarlos.
El nuevo milenio lo enfrenta a un nuevo desafío: el cine en dvd. La multiplicidad de canales a través de los cuales obtener un mayor número de películas es cada vez mayor, permitiéndole al neurótico cubrir su cuota semanal de "nuevo cine polaco" que frene por un rato sus impulsos nerviosos. Como todo pequeño trastornado, utiliza estos medios (cine, libros) para tratar de comunicarse con el mundo exterior, lo cual supone un desafío hercúleo para su persona. La vieja frase se aggiornó, hasta transformarse en "¿me prestás una película?". Esto lo lleva a realizar un estudio de campo sobre quien realiza el pedido, consultándolo acerca de géneros, datos genealógicos, sociológicos y climatológicos hasta obtener un perfil. Cual alquimista del medioevo, pasará horas seleccionando films, para luego dar a luz la lista definitiva que satisfaga las inquietudes del requirente.
Como devolución, el neurótico obtendrá, meses o  años después  (tal vez nunca), una bolsa de supermercado conteniendo las películas especialmente seleccionadas por él, cuyo envoltorio fue mutando de un blanco impoluto a un color indefinido, aunque siempre dentro de la gama de los marrones, con incrustaciones en el sobre de galletitas, arena, mermelada y pinceladas de café con leche, resultando en un collage gastronómico que supondría la envidia de la gran Marta. Pasan los años, pasan los artistas, sigue la neurosis.

lunes

María Elena Walsh (1930-?)

Injustamente, cuando se habla de literatura infantil, se refiere a ella como una categoría menor, despectivamente, relegándole meras columnas marginales en las páginas de reseñas. Del mismo modo, cuando se habla de quienes escriben dentro de este género, se los trata como escritores menores, casi fantasmas, quienes no tuvieron el pinet suficiente para "escribir en serio". Lo que se pasa por alto es que se trata de una etapa fundacional, esencial en la vida de cualquier futuro lector. Se trata de un paso necesario para llegar a enfrentarse con verdaderos pesos pesados. Saltearse esta etapa sería casi lo mismo que intentar correr antes de poder caminar, querer leer a Proust antes que a Verne.
Hablar de "literatura infantil", así como de "libros inciáticos", es, lisa y llanamente, un acto de discriminación, digno de quien no tiene memoria, o, peor aún, de quien ha perdido la candidez necesaria para sorprenderse, para conocerse. Zappa, a quien la etiqueta de "músico" le queda un par de talles más chica que su categoría, solía decir que si uno tiene una vida aburrida, monótona a los cuarenta años, es simplemente el resultado de haber obedecido en demasía a sus padres. Modestamente, quiero agregar que también es consecuencia de haber perdido la capacidad de asombro, la cual únicamente puede ejercitarse durante los primeros años.
Existe ese lugar común al que todos vamos cuando no tenemos ganas de pensar, que dice que "antes las cosas eran distintas". La comodidad de esta clase de frases proviene de cierta atrofia intelectual, ya que no requieren razonamiento alguno; se repiten como un mantra, se articulan como una secuencia automática de palabras, del mismo modo en que uno se cepilla los dientes por la mañana. Muchas veces se la utiliza para referirse a la juventud, a la cual se la critica por pasar horas y horas al bronceado seguro de los rayos catódicos, mientras la vida transcurre en algún lugar.
Antes se leía más, se dice. Discutible. Es cierto que el bombardeo de estímulos era menor, pero no es menos cierto que también había alguien dispuesto a ceder parte de su tiempo en fomentar la lectura de los purretes; la literatura es como el bostezo, contagioso: sea por interés, o por imitación, uno termina chapoteando en un libro, pero para esto se requiere una referencia. Existen pocos actos más personales que regalar un libro a conciencia. Como muchos de mi generación, y de otras tantas anteriores, entre mis primeras lecturas más elaboradas cuento los libros de María Elena Walsh. Es el día de hoy que atesoro en un estante de mi biblioteca MI edición de "Dailan Kifki", completamente ajada, y en avanzado estado de desgüace. Todavía recuerdo ese verano empalagosamente caluroso en Buenos Aires cuando lo leí, soportando el ruido hipnótico de las chicharras. Fue el primer libro que me planteó esa hermosa dicotomía entre sopesar cada una de sus palabras y las ansias de querer terminarlo. Creo sinceramente que cualquiera que haya tenido la suerte de leer un libro de Walsh en su infancia se ve enriquecido, en el sentido menos material de la palabra, con una cuota extra de imaginación, de sensibilidad, que lo acompañará por el resto de sus días. Esa sí es una deuda difícil de pagar.