Injustamente, cuando se habla de literatura infantil, se refiere a ella como una categoría menor, despectivamente, relegándole meras columnas marginales en las páginas de reseñas. Del mismo modo, cuando se habla de quienes escriben dentro de este género, se los trata como escritores menores, casi fantasmas, quienes no tuvieron el pinet suficiente para "escribir en serio". Lo que se pasa por alto es que se trata de una etapa fundacional, esencial en la vida de cualquier futuro lector. Se trata de un paso necesario para llegar a enfrentarse con verdaderos pesos pesados. Saltearse esta etapa sería casi lo mismo que intentar correr antes de poder caminar, querer leer a Proust antes que a Verne.
Hablar de "literatura infantil", así como de "libros inciáticos", es, lisa y llanamente, un acto de discriminación, digno de quien no tiene memoria, o, peor aún, de quien ha perdido la candidez necesaria para sorprenderse, para conocerse. Zappa, a quien la etiqueta de "músico" le queda un par de talles más chica que su categoría, solía decir que si uno tiene una vida aburrida, monótona a los cuarenta años, es simplemente el resultado de haber obedecido en demasía a sus padres. Modestamente, quiero agregar que también es consecuencia de haber perdido la capacidad de asombro, la cual únicamente puede ejercitarse durante los primeros años.
Existe ese lugar común al que todos vamos cuando no tenemos ganas de pensar, que dice que "antes las cosas eran distintas". La comodidad de esta clase de frases proviene de cierta atrofia intelectual, ya que no requieren razonamiento alguno; se repiten como un mantra, se articulan como una secuencia automática de palabras, del mismo modo en que uno se cepilla los dientes por la mañana. Muchas veces se la utiliza para referirse a la juventud, a la cual se la critica por pasar horas y horas al bronceado seguro de los rayos catódicos, mientras la vida transcurre en algún lugar.
Antes se leía más, se dice. Discutible. Es cierto que el bombardeo de estímulos era menor, pero no es menos cierto que también había alguien dispuesto a ceder parte de su tiempo en fomentar la lectura de los purretes; la literatura es como el bostezo, contagioso: sea por interés, o por imitación, uno termina chapoteando en un libro, pero para esto se requiere una referencia. Existen pocos actos más personales que regalar un libro a conciencia. Como muchos de mi generación, y de otras tantas anteriores, entre mis primeras lecturas más elaboradas cuento los libros de María Elena Walsh. Es el día de hoy que atesoro en un estante de mi biblioteca MI edición de "Dailan Kifki", completamente ajada, y en avanzado estado de desgüace. Todavía recuerdo ese verano empalagosamente caluroso en Buenos Aires cuando lo leí, soportando el ruido hipnótico de las chicharras. Fue el primer libro que me planteó esa hermosa dicotomía entre sopesar cada una de sus palabras y las ansias de querer terminarlo. Creo sinceramente que cualquiera que haya tenido la suerte de leer un libro de Walsh en su infancia se ve enriquecido, en el sentido menos material de la palabra, con una cuota extra de imaginación, de sensibilidad, que lo acompañará por el resto de sus días. Esa sí es una deuda difícil de pagar.
1 comentario:
Chapeau para María Elena. Buen post
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