miércoles

Alunizar

Ayer fue un día de mierda. Hoy probablemente lo sea también, pero al menos el cuerpo ya empieza a asimilar el golpe. Creo que existen pocas formas peores de comenzar una semana que abrir el diario (perdón, no me acostumbro a la voz "abrir la página del diario") y encontrarse con la muerte de uno de sus referentes de cabecera. Lógicamente, el fallecimiento de un pariente cualquier día de la semana puede ser peor, pero reducir la propia familia a los vínculos sanguíneos sería injusto: es probable que uno haya aprendido más acerca de la vida con los discos de Zappa que de los consejos de su tío Rodolfo.
Perdida entre fotos poco amables de los prófugos esperaba el escueto titular que nadie quería leer: murió David Bowie. La tentación simplista sería escribir esas giladas propias de necrológicas de revistas de espectáculo tales como que "los artistas no mueren, se van de gira", "muere la persona, nace el mito" o "ahora nos quedan eternamente sus discos", que de tan genéricas se pueden aplicar tanto a John Lennon como a un plomo de Agapornis. Se podría escribir acerca de la conciencia de la propia finitud mediante la muerte de los íconos personales y el paso cansino pero indetenible del almanaque, pero no.
Resulta curioso que uno se sienta tan afectado por la muerte de un tipo que nació a miles de kilómetros, en un país prácticamente opuesto, que tenía la edad de sus padres y a quien jamás conoció. Probablemente la conexión que uno establece con los músicos es la misma que uno tiene con los futbolistas, por eso es que a veces se le perdonan cosas que sólo se le perdonarían a un amigo. Supongo que por eso tanta gente lo sigue bancando a Maradona, a pesar de todos los papelones que hizo a lo largo de su vida. Por una cuestión etárea, no pude ver su gol en el `86 (cuando hablamos de "su gol", es por supuesto, el barrilete cósmico que todos soñamos), pero uno de mis primeros recuerdos futbolísticos, además de los goles de la chancha Rinaldi y el cabezazo de Troglio a la Unión Soviética, es su glorioso pase al pájaro Caniggia contra Brasil en el Mundial de Italia, dupla dramática que alcanzaría su cénit actoral en el Mundial de Estados Unidos. Es imposible acordarme de ese gol sin asociarlo al recuerdo de mi viejo mirando ese partido en nuestra vieja televisión recubierta de madera y el posterior estallido de su garganta, con lo cual la sonrisa asoma indisimulable. Supongo que por eso, en palabras de Sacheri, como una muestra de humilde agradecimiento hacia quienes nos brindaron momentos de alegría, lo menos que podemos hacer es dejarlos tranquilos con sus cosas.
Cuando Damon Albarn pergeñó Gorillaz, la idea básica no sólo se fundaba en la importancia de la música por sobre los ejecutantes, sino que receptaba una realidad: la inmensa mayoría del público jamás tendrá acceso a un recital para poder ver personalmente a los artistas (quien estas líneas escribe morirá sin ver a los Stones), con lo cual resultaba indistinto que los músicos fueran sesionistas avezados o simples dibujos animados. En mi caso personal, descubrí a Bowie gracias a "La casa del rock naciente", en tardes de domingo a pleno resúmen, rindiendo libre el secundario. Si bien tenía su referencia por "Laberinto", como muchos de los que nacimos en los ochenta, fue la fruición plagada de adjetivos majestuosos de Rosso la que me terminó de convencer de su escucha. 
Dicen que el que pega primero pega dos veces. De la misma forma, lo que leemos o escuchamos en la adolescencia nos corta más profundamente, transformándose en la calidad de la nafta que nos tiene que alcanzar para toda la vida, como diría Casas; ese montón de cosas inservibles pero fundamentales para capear temporales. Jamás lo pude ver en vivo, y la esperanza de saldar esa deuda se esfumó con la confirmación que Bowie ya no saldría de gira, pero eso no mermó mi empatía producto de la cual uno tiene esa sensación de encontrarse cada vez más sólo. De todos modos, como con esos amigos que el playlist azarozo de la vida te pone por delante cada tanto, uno se conforma con saber que están. Debe ser por eso que el lunes a la tarde no podía entender, con vierto egoísmo, cómo el mundo no se había paralizado, la gente continuaba yendo a la playa con sus esterillas como si nada y el aroma artificial a coco invadía mis fosas nasales: había muerto un artista fundamental y nadie parecía darse por aludido.
Toni Visconti, afirmaba que su último disco, "Blackstar", lo termino prácticamente como una muestra de agradecimiento a sus seguidores. Eso lo hace pensar a uno si tendría la generosidad de invertir sus últimos tiempos siquiera en leer un libro, sabiendo que el diagnóstico es irreversible, o simplemente se echaría resignadamente a esperar. La idea de pensarlo componiendo su disco veinticinco, batallando contra las dolencias lógicas, como una última ofrenda, un último acto artístico, posee una potencia poética difícil de igualar. Para eso a veces aparece la muerte: para recordarnos que los extraterrestres también son mortales.







martes

Kafka en la orilla

Es imposible hablar de la literatura del siglo XX sin referirse a Kafka, genio checo vendedor de seguros que no tendríamos el placer de conocer si no fuera porque en el dilema ético de su amigo y albacea Max Brod primó la cordura de publicar una obra bestial por sobre la modestia de su confidente, quien le ordenó destruir aquello que no había sido editado. Con un prosa lacónica, carente de florituras innecesarias, Kafka utilizó el absurdo como metáfora definitiva del sinsentido humano, convirtiéndose en un existencialista cuando no existía la categoría que eternizaría a Sartre y Camus.
Desde su icónico escarabajo, pasando por el agrimensor de "El Castillo" hasta dar a luz "El proceso", síntesis perfecta de su obra, cada libro suyo sumerge al lector en un universo con sus propia reglas, que al principio parece desde ajeno hasta naïve, pero a poco de ser andado esa lógica paralela va cobrando su propio sentido, hasta que uno comienza a naturalizar el absurdo, inmerso en arenas de las cuales no puede escapar.
A lo largo de los doce años kirchneristas, pero especialmente desde el 2008 a la fecha, un amplio sector de la sociedad vivió inmerso en esta gimnasia kafkiana según la cual la realidad no era una sola sino que dependía de la lectura que se hiciera de la misma, ayudada por la desaparición de cifras oficiales que permitían licuar cualquier cuestión en un mar político. La teoría confrontativa del admirado Laclau fue llevada al extremo, polarizando la sociedad en una postura binaria claramente degradante del discurso, ayudados por el arribo de infinidad de pibes recién llegados a la política, que sin ningún tipo de formación previa abrazaron la causa como una verdad revelada, en un revival de los setenta con aroma a refrito rotisero.
Durante ese período, primó la ideologización por sobre el pragmatismo, escondiendo las falencias de gestión que se tornaban cada vez más evidentes debajo de la alfombra de la retórica enamoradora, convirtiendo en una cruzada proselitista cada uno de los actos de gobierno, intentando convencer a "los pibes para la liberación"  que así como la patria es el otro, el enemigo también. De ese modo, cualquier error era maquillado con grandes intereses espurios propios del capital extranjero, que amenazados por nuestra temible capacidad de desendeudamiento, operaban en contra de los intereses del país. Resulta cuanto menos curioso que países latinoamericanos tradicionalmente rezagados con respecto a Argentina, de repente escalaban posiciones y recibían inversiones de aquellos denostados países que pretendían vernos de rodillas.
Cuando no eran foráneos, recurrían al fantasma interno de la desestabilización mediática, olvidando el formidable aparato de propaganda construído a lo largo de todo este tiempo gracias a empresarios adoctrinados a fuerza de pauta oficial, concentrando la Suma de Todos los Males en Magnetto, quien tiene hasta la traqueotomía necesaria para su fisic de rol de villano. Para convencer a las masas, se embarcaron en un bombardeo constante, recordándonos la necesidad imperiosa de reformar la ley de medios, herencia nefasta de la dictadura (mismos fachos creadores del Instituto que permitió la realización del ArSat), encubriendo bajo el barniz elegante de la "democratización de voces" la intención berreta de complicar a su otrora socio. Para legitimarse, en los entretiempos futboleros repetían una vieja entrevista alfonsinista en la cual un Magnetto ochentoso ya hacía alarde de su poder real. No es que uno se imaginara al CEO de Clarín como una Heidi tirolesa bajando agraciadamente por la pradera, pero olvidarse tendenciosamente los distintos empujoncitos pejotistas a las distintas deblacles radicales sería cuanto menos injusto.
Con el recrudecimiento de la ideologización, comenzaron a hacerse cada vez más evidentes las hilachas de una pésima gestión, próxima al capitalismo putiniano, abundante de billetes fáciles para los amigos del poder, quienes hacían alarde de súbitos enriquecimientos. Alguna vez leí que Pessoa, al hablar de su amada  Lisboa, decía que su ciudad tenía la elegancia del nuevo pobre, siempre más digna que la ostentación del nuevo rico.
Los rumores de la corrupción se hicieron carne y hierros retorcidos en el accidente ferroviario de Once, donde cincuenta y dos personas perdieron la vida, y a otros centenares se la cagaron, sea por la pérdida de un pariente o por la mutilación, física o psíquica. El común de la gente no toma consciencia de lo que representa la corrupción, probablemente porque el argentino promedio se ha acostumbrado a serlo en su vida cotidiana, naturalizando en consecuencia los robos perpetrados por quienes los dirigen. Es por eso que a veces se necesitan esos sopapos de realidad para despabilarnos. Existía una mínima posibilidad de redención en la respuesta oficial, la cual quedó completamente evaporado al escuchar a Schiavi exculpándose al hacer referencia a la costumbre argenta de viajar en los primeros vagones y a la mala suerte que no hubiera sido un día feriado. No debemos olvidar que en el país de los trenes rápidos a Rosario, el Sarmiento circulaba a la encandilante velocidad de 26 km/h: difícilmente un tren en condiciones mínimamente dignas pudiera haber ocasionado semejante desastre.
Uno podría suponer que se trataba de la simple opinión oficial de un funcionario de segunda línea, pero cuando luego de días de silencio tuitero escuchamos a la Presidente afirmar que la magnitud del accidente se debía a que más argentinos viajaban a trabajar, comenzó a cerrar el mecanismo a la perfección. Para colmo, utilizó la tragedia para victimizarse, asegurando que "ella sabía lo que era el dolor", como si pudiera compararse la muerte de un político sexagenario por causas naturales con la de cincuenta y dos personas producto de la negligencia manifiesta del Estado. Una muestra de tacto y comprensión digna de un psicópata.
Con el transcurso del tiempo, la perspectiva se torna más nítida y uno puede apreciar el nivel de locura y confrontación en el cual nos encontrábamos, constantemente a la defensiva, hablando por encima del otro para demostrarle que estaba equivocado. Si esa es la idea de diálogo que tenemos, vamos decididamente mal. Así como la corrupción se termina asimilando, la violencia también; no sólo física, sino especialmente dialéctica. A poco más de un mes de la asunción del nuevo gobierno, lo primero que uno percibe son los síntimos indisimulables del síndrome de abstinencia de la ficción kafkiana.

Mi vida en gris

Recuerdo con nostalgia cuando internet llegó a Necochea, “ciudad” de máxima depresión donde debí purgar cinco años de mi preadolescencia. Supongo que el entusiasmo de la novedad  debía ser similar a la emoción que sentían los purretes de la década del cincuenta cuando el circo llegaba a sus pueblos. Años en que descargar una foto podía tardar literalmente un minuto, haciéndoslo sentir a uno del paleozóico cuando ve un pibe de diez años navegando con su smartphone en el colectivo. Si a uno le gustaban las computadoras, automáticamente era equiparado a esos nerds de películas ochentosas y fluorescentes, con anteojos de marco grueso antes que fueran hipsters, aparatos en la boca y el rostro ocultado detrás del acné. Correctamente supondrá el lector que ello resultaba un excelente anticonceptivo, tal como  si en estos días uno se cuelga una riñonera y sale a caminar por Güemes, provocando estampidas femeninas sólo comparables al agolpamiento frente a la valla de un recital de Tan Biónica. Algo similar pasaba con la política. No éramos muchos quienes mirábamos CQC cuando todavía era gracioso, como llave de ingreso a una tangente llevadera en ese ambiente, acaparando nuestras primeras nociones políticas.
En mi caso personal, el 2001, odisea del espacio, me cruzó repartiendo café en pleno microcentro marplatense, con lo cual a diario debía atravesar hordas de ahorristas descargando su ira contra las persianas metálicas de los bancos, o cruzar Luro en medio de una manifestación sindicalista sólo porque algún idiota había considerado imprescindible tomarse un cortadito. Debo confesar que probablemente por la inconsciencia propia de mis diecisiete años, me resultaba excitante la ebullición en el que me encontraba inmerso, esa efervescencia que se palpaba en el aire. Veníamos de años en que sinónimo de programas televisivos de política eran las soporíferas diátribas de Mariano Grondona o Bernie Neustadt, de modo que cualquier actividad más adrenalínica que un sudoku parecía apasionante.
En 2003, luego que Duhalde se quitara la espina Presidencial del ´99, nuevamente había elecciones, en las cuales Munra, el inmortal, se presentaba con sus patillas más recortadas y el voto licuadora-Vivace como gran amenaza resucitadora/regurgitadora. Tiempos de ley de lemas y candidatos aún más desconocidos que Mauricio Yatta. En la etapa previa, los medios (antes de la ley de) manijeaban con la bonanza económica de Santa Cruz, cuyo Gobernador finalmente accedió al balottage (o balotaje, como escriben los mismos salames que dicen outfit) junto con il Carlo, quien desistió para recluírse en su novela rosa trasandina, regalándonos esos besos asépticos cercanos al gore y un nuevo descendiente.
Si bien no lo voté ni lo votaría, debo aclarar que Kirchner fue el mejor Presidente que vi desde que tengo consciencia política, especialmente en su etapa Lavagna-Lanusse-Béliz-transversalidad. Parecía un tipo bastante llano, que en su asunción rompió el protocolo, con sus sacos cruzados y sus mocasines, acercando su figura a la del contador del barrio que congeló su vestuario en la era bochinesca. En esos años comencé la facultad en el reformatorio de máxima seguridad de la calle 25 de Mayo, ambiente típicamente politizado, notando cómo se había producido una empatía inmediata entre la gente y las primeras políticas oficiales, especialmente entre los jóvenes.
Gente que respeto es kirchnerista. Varios amigos son kirchneristas. Sin embargo, a lo largo de doce años, no pude alejar esa sensación de ver pasar la fiesta por el costado, envidiando la pasión con que algunos de ellos defienden hasta lo irracional las políticas adoptadas a lo largo de la implementación del “proyecto popular con matriz productiva diversificada e inclusión social” (curioso que un partido típicamente personalista como el PJ eleve a la categoría  de Santo Grial un término que implica no sólo construcción colectiva, sino también planificación.
El problema de los seguidores del “proyecto”, es que no son clásicos peronistas, sino que provienen de otros sectores políticos. Por una cuestión de afinidad, abrazaron la causa kirchnerista, embebiéndose sin convicción de toda la liturgia pejotista tan útil para generar cercanía, pero de la cual este gobierno reniega. Utilizan las iconografías clásicas del PJ para cubrir con un manto de legitimidad sus políticas (o la ausencias de), mientras en la práctica se trata de un gobierno claramente favorecedor de sectores ya de por sí privilegiados, dejándoles migajas a la gran masa, mientras intentan convencernos en doce cuotas que se trata de un gobierno progresista y revolucionario, que combate al capital mientras fomenta el consumo. 
Los kirchneristas son despreciados por el pejotismo clásico, que con su clásica capacidad de resiliencia nietzcheana más que darwineana, debió adoptarlos con recelo para adaptarse. En su desesperación ante la falta de un candidato genuino (fruto del personalismo referido anteriormente) ven cómo se desmorona el gobierno que supieron apoyar, el cual detrás de una retórica progresista escondió una política económica con resultados claramente conservadores en la práctica, y en su obstinación pasa por sostener lo que ellos denominan los pilares del modelo, llegan al ridículo de tener que apoyar a Scioli, sólo porque del otro lado está "la derecha", como si el camarada Daniel fuera un revolucionario que baja de Sierra Maestra. Eeconómicamente, no existen grandes diferencias entre ambos candidatos del balotaje, la única diferencia, no menor, radique probablemente en que Macri insinúa un mayor grado de institucionalidad, cuestión aparentemente menor para el oficialismo, para el cual prima “la gestión” por sobre las formas, pero cuya repercusión amplios sectores del electorado terminaron comprendiendo, siendo ello, junto con el hastío de la confrontación y del pejotismo como solución al pejotismo lo que terminó de inclinar la balanza en favor del candidato de la alegría globular.