martes

Kafka en la orilla

Es imposible hablar de la literatura del siglo XX sin referirse a Kafka, genio checo vendedor de seguros que no tendríamos el placer de conocer si no fuera porque en el dilema ético de su amigo y albacea Max Brod primó la cordura de publicar una obra bestial por sobre la modestia de su confidente, quien le ordenó destruir aquello que no había sido editado. Con un prosa lacónica, carente de florituras innecesarias, Kafka utilizó el absurdo como metáfora definitiva del sinsentido humano, convirtiéndose en un existencialista cuando no existía la categoría que eternizaría a Sartre y Camus.
Desde su icónico escarabajo, pasando por el agrimensor de "El Castillo" hasta dar a luz "El proceso", síntesis perfecta de su obra, cada libro suyo sumerge al lector en un universo con sus propia reglas, que al principio parece desde ajeno hasta naïve, pero a poco de ser andado esa lógica paralela va cobrando su propio sentido, hasta que uno comienza a naturalizar el absurdo, inmerso en arenas de las cuales no puede escapar.
A lo largo de los doce años kirchneristas, pero especialmente desde el 2008 a la fecha, un amplio sector de la sociedad vivió inmerso en esta gimnasia kafkiana según la cual la realidad no era una sola sino que dependía de la lectura que se hiciera de la misma, ayudada por la desaparición de cifras oficiales que permitían licuar cualquier cuestión en un mar político. La teoría confrontativa del admirado Laclau fue llevada al extremo, polarizando la sociedad en una postura binaria claramente degradante del discurso, ayudados por el arribo de infinidad de pibes recién llegados a la política, que sin ningún tipo de formación previa abrazaron la causa como una verdad revelada, en un revival de los setenta con aroma a refrito rotisero.
Durante ese período, primó la ideologización por sobre el pragmatismo, escondiendo las falencias de gestión que se tornaban cada vez más evidentes debajo de la alfombra de la retórica enamoradora, convirtiendo en una cruzada proselitista cada uno de los actos de gobierno, intentando convencer a "los pibes para la liberación"  que así como la patria es el otro, el enemigo también. De ese modo, cualquier error era maquillado con grandes intereses espurios propios del capital extranjero, que amenazados por nuestra temible capacidad de desendeudamiento, operaban en contra de los intereses del país. Resulta cuanto menos curioso que países latinoamericanos tradicionalmente rezagados con respecto a Argentina, de repente escalaban posiciones y recibían inversiones de aquellos denostados países que pretendían vernos de rodillas.
Cuando no eran foráneos, recurrían al fantasma interno de la desestabilización mediática, olvidando el formidable aparato de propaganda construído a lo largo de todo este tiempo gracias a empresarios adoctrinados a fuerza de pauta oficial, concentrando la Suma de Todos los Males en Magnetto, quien tiene hasta la traqueotomía necesaria para su fisic de rol de villano. Para convencer a las masas, se embarcaron en un bombardeo constante, recordándonos la necesidad imperiosa de reformar la ley de medios, herencia nefasta de la dictadura (mismos fachos creadores del Instituto que permitió la realización del ArSat), encubriendo bajo el barniz elegante de la "democratización de voces" la intención berreta de complicar a su otrora socio. Para legitimarse, en los entretiempos futboleros repetían una vieja entrevista alfonsinista en la cual un Magnetto ochentoso ya hacía alarde de su poder real. No es que uno se imaginara al CEO de Clarín como una Heidi tirolesa bajando agraciadamente por la pradera, pero olvidarse tendenciosamente los distintos empujoncitos pejotistas a las distintas deblacles radicales sería cuanto menos injusto.
Con el recrudecimiento de la ideologización, comenzaron a hacerse cada vez más evidentes las hilachas de una pésima gestión, próxima al capitalismo putiniano, abundante de billetes fáciles para los amigos del poder, quienes hacían alarde de súbitos enriquecimientos. Alguna vez leí que Pessoa, al hablar de su amada  Lisboa, decía que su ciudad tenía la elegancia del nuevo pobre, siempre más digna que la ostentación del nuevo rico.
Los rumores de la corrupción se hicieron carne y hierros retorcidos en el accidente ferroviario de Once, donde cincuenta y dos personas perdieron la vida, y a otros centenares se la cagaron, sea por la pérdida de un pariente o por la mutilación, física o psíquica. El común de la gente no toma consciencia de lo que representa la corrupción, probablemente porque el argentino promedio se ha acostumbrado a serlo en su vida cotidiana, naturalizando en consecuencia los robos perpetrados por quienes los dirigen. Es por eso que a veces se necesitan esos sopapos de realidad para despabilarnos. Existía una mínima posibilidad de redención en la respuesta oficial, la cual quedó completamente evaporado al escuchar a Schiavi exculpándose al hacer referencia a la costumbre argenta de viajar en los primeros vagones y a la mala suerte que no hubiera sido un día feriado. No debemos olvidar que en el país de los trenes rápidos a Rosario, el Sarmiento circulaba a la encandilante velocidad de 26 km/h: difícilmente un tren en condiciones mínimamente dignas pudiera haber ocasionado semejante desastre.
Uno podría suponer que se trataba de la simple opinión oficial de un funcionario de segunda línea, pero cuando luego de días de silencio tuitero escuchamos a la Presidente afirmar que la magnitud del accidente se debía a que más argentinos viajaban a trabajar, comenzó a cerrar el mecanismo a la perfección. Para colmo, utilizó la tragedia para victimizarse, asegurando que "ella sabía lo que era el dolor", como si pudiera compararse la muerte de un político sexagenario por causas naturales con la de cincuenta y dos personas producto de la negligencia manifiesta del Estado. Una muestra de tacto y comprensión digna de un psicópata.
Con el transcurso del tiempo, la perspectiva se torna más nítida y uno puede apreciar el nivel de locura y confrontación en el cual nos encontrábamos, constantemente a la defensiva, hablando por encima del otro para demostrarle que estaba equivocado. Si esa es la idea de diálogo que tenemos, vamos decididamente mal. Así como la corrupción se termina asimilando, la violencia también; no sólo física, sino especialmente dialéctica. A poco más de un mes de la asunción del nuevo gobierno, lo primero que uno percibe son los síntimos indisimulables del síndrome de abstinencia de la ficción kafkiana.

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