martes

Mi vida en gris

Recuerdo con nostalgia cuando internet llegó a Necochea, “ciudad” de máxima depresión donde debí purgar cinco años de mi preadolescencia. Supongo que el entusiasmo de la novedad  debía ser similar a la emoción que sentían los purretes de la década del cincuenta cuando el circo llegaba a sus pueblos. Años en que descargar una foto podía tardar literalmente un minuto, haciéndoslo sentir a uno del paleozóico cuando ve un pibe de diez años navegando con su smartphone en el colectivo. Si a uno le gustaban las computadoras, automáticamente era equiparado a esos nerds de películas ochentosas y fluorescentes, con anteojos de marco grueso antes que fueran hipsters, aparatos en la boca y el rostro ocultado detrás del acné. Correctamente supondrá el lector que ello resultaba un excelente anticonceptivo, tal como  si en estos días uno se cuelga una riñonera y sale a caminar por Güemes, provocando estampidas femeninas sólo comparables al agolpamiento frente a la valla de un recital de Tan Biónica. Algo similar pasaba con la política. No éramos muchos quienes mirábamos CQC cuando todavía era gracioso, como llave de ingreso a una tangente llevadera en ese ambiente, acaparando nuestras primeras nociones políticas.
En mi caso personal, el 2001, odisea del espacio, me cruzó repartiendo café en pleno microcentro marplatense, con lo cual a diario debía atravesar hordas de ahorristas descargando su ira contra las persianas metálicas de los bancos, o cruzar Luro en medio de una manifestación sindicalista sólo porque algún idiota había considerado imprescindible tomarse un cortadito. Debo confesar que probablemente por la inconsciencia propia de mis diecisiete años, me resultaba excitante la ebullición en el que me encontraba inmerso, esa efervescencia que se palpaba en el aire. Veníamos de años en que sinónimo de programas televisivos de política eran las soporíferas diátribas de Mariano Grondona o Bernie Neustadt, de modo que cualquier actividad más adrenalínica que un sudoku parecía apasionante.
En 2003, luego que Duhalde se quitara la espina Presidencial del ´99, nuevamente había elecciones, en las cuales Munra, el inmortal, se presentaba con sus patillas más recortadas y el voto licuadora-Vivace como gran amenaza resucitadora/regurgitadora. Tiempos de ley de lemas y candidatos aún más desconocidos que Mauricio Yatta. En la etapa previa, los medios (antes de la ley de) manijeaban con la bonanza económica de Santa Cruz, cuyo Gobernador finalmente accedió al balottage (o balotaje, como escriben los mismos salames que dicen outfit) junto con il Carlo, quien desistió para recluírse en su novela rosa trasandina, regalándonos esos besos asépticos cercanos al gore y un nuevo descendiente.
Si bien no lo voté ni lo votaría, debo aclarar que Kirchner fue el mejor Presidente que vi desde que tengo consciencia política, especialmente en su etapa Lavagna-Lanusse-Béliz-transversalidad. Parecía un tipo bastante llano, que en su asunción rompió el protocolo, con sus sacos cruzados y sus mocasines, acercando su figura a la del contador del barrio que congeló su vestuario en la era bochinesca. En esos años comencé la facultad en el reformatorio de máxima seguridad de la calle 25 de Mayo, ambiente típicamente politizado, notando cómo se había producido una empatía inmediata entre la gente y las primeras políticas oficiales, especialmente entre los jóvenes.
Gente que respeto es kirchnerista. Varios amigos son kirchneristas. Sin embargo, a lo largo de doce años, no pude alejar esa sensación de ver pasar la fiesta por el costado, envidiando la pasión con que algunos de ellos defienden hasta lo irracional las políticas adoptadas a lo largo de la implementación del “proyecto popular con matriz productiva diversificada e inclusión social” (curioso que un partido típicamente personalista como el PJ eleve a la categoría  de Santo Grial un término que implica no sólo construcción colectiva, sino también planificación.
El problema de los seguidores del “proyecto”, es que no son clásicos peronistas, sino que provienen de otros sectores políticos. Por una cuestión de afinidad, abrazaron la causa kirchnerista, embebiéndose sin convicción de toda la liturgia pejotista tan útil para generar cercanía, pero de la cual este gobierno reniega. Utilizan las iconografías clásicas del PJ para cubrir con un manto de legitimidad sus políticas (o la ausencias de), mientras en la práctica se trata de un gobierno claramente favorecedor de sectores ya de por sí privilegiados, dejándoles migajas a la gran masa, mientras intentan convencernos en doce cuotas que se trata de un gobierno progresista y revolucionario, que combate al capital mientras fomenta el consumo. 
Los kirchneristas son despreciados por el pejotismo clásico, que con su clásica capacidad de resiliencia nietzcheana más que darwineana, debió adoptarlos con recelo para adaptarse. En su desesperación ante la falta de un candidato genuino (fruto del personalismo referido anteriormente) ven cómo se desmorona el gobierno que supieron apoyar, el cual detrás de una retórica progresista escondió una política económica con resultados claramente conservadores en la práctica, y en su obstinación pasa por sostener lo que ellos denominan los pilares del modelo, llegan al ridículo de tener que apoyar a Scioli, sólo porque del otro lado está "la derecha", como si el camarada Daniel fuera un revolucionario que baja de Sierra Maestra. Eeconómicamente, no existen grandes diferencias entre ambos candidatos del balotaje, la única diferencia, no menor, radique probablemente en que Macri insinúa un mayor grado de institucionalidad, cuestión aparentemente menor para el oficialismo, para el cual prima “la gestión” por sobre las formas, pero cuya repercusión amplios sectores del electorado terminaron comprendiendo, siendo ello, junto con el hastío de la confrontación y del pejotismo como solución al pejotismo lo que terminó de inclinar la balanza en favor del candidato de la alegría globular.

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