En este 2014 tuvieron lugar varios
indicios que sugieren que el fin del mundo está a la vuelta de la
esquina: Huracán festejó un título después de cuarenta años,
Racing salió campeón, y San Lorenzo ganó la copa Libertadores.
Hasta Estados Unidos y Cuba limaron asperezas diplomáticas! Sólo
falta que las mellizitas griegas aprendan a multiplicar y el
Armaggedon nos espera (sin Bruce Willlis, claro).
Volviendo al tema futbolístico,
finalmente el glorioso club de Boedo pudo sacarse la espina de la
Copa luego de haber rifado la primera edición (ese karma nos
persiguió durante años, pero quién hubiera dicho en los años ´60
que esa copa tendría más futuro que el campeonato berreta de
treinta equipos que la AFA ¿planea?). De este modo, los creativos
detractores del Ciclón se quedaron sin su más preciado hit,
mediante el cual utilizaban la sigla del CASLA para recordarnos
nuestras sequía de copas (puf, qué ingeniosos!).
Como premio, San Lorenzo se
clasificó al Mundial de Clubes, torneo que desde hace unos años
reemplazó a la vieja Copa Intercontinental, la cual, por supuesto,
tenía mucha más mística: obligaba a los telespectadores de este
lado del planeta a levantarse a las seis de la mañana para mirar
partidos por lo general no más atractivos que Sportivo
Desamparados-Chaco For Ever, acompañados del ruido incesante de unas
cornetas simil vuvuzela sopladas por cuarenta mil nipones en una
frecuencia que alteraba hasta el más simpático perrito. Lo más
cercano a una tortura china voluntaria.
Gracias a la supuesta política de
inclusión de la FIFA, cimentada en la noble ideología del billete,
en la actualidad además del campeón de Sudamérica y de Europa
juegan el campeón de Oceanía, el de Africa, el de Asia, el de la
Concachampions (siempre me causó gracia ese nombre) y algún otro
equipo intercountries que ocasionalmente se encuentre inscripto. Por
ejemplo, en la semifinal de ayer, San Lorenzo debió enfrentarse con
el Auckland City, un equipo neozelandés que participa de una liga de
doce equipos, y que es la sexta vez que juega esta copa.-
Como buen siervo de la gleba,
solamente pude ver quince minutos del partido en mi casa antes de
venir a purgar mi pena a la oficina. En ese primer tramo del partido
se notaba que cada pierna de un jugador del Ciclón pesaba ochenta
kilos: eran incapaces de atarse los cordones sin pedir ayuda.
Demasiados nervios si se tiene en cuenta que enfrente teníamos a los
únicos once tipos que quedaron en pie luego de la última cosecha de
kiwis. Debi conformarme, como todo oficinista de hoy en día, con
seguir el partido por internet, minimizando las ventanas ante cada
ruido sospechoso que indicara que mi jefe se encontraba revoloteando
cerca.
En la prehistoria no tan lejana
del fúbol argentino, cuando los Malos secuestraban los goles y sólo
nos los dejaban observar los domingos a la noche, antes que los
Buenos los recuperaran y nos bombardearan a propaganda política para
que pudiéramos seguir el metro a metro de una vereda inaugurada en
Berazategui, era mucho más frecuente que la gente escuchara los
partidos por la radio. Al margen de mi esencia de purrete vintage
congénita, siempre me llamó la atención la capacidad del relator
para enervar nuestros nervios escuchando cualquier partido, haciendo
que con sus dotes histriónicos, hasta el soporífero partido de
Argentina-Irán del Mundial de Brasil pareciera un tanque pochoclero
hollywoodense. Ayer tuve que conformarme con seguir angustiosamente
el resultado en la página de La Nación, mirando insistentemente
unos magros numeritos en el monitor. Cuando el equipo de
oficinistas/recolectores de kiwis empató en uno, la suma de todos
los males comenzó a correr por mi cabeza, como buen hincha
sanlorencista. El tiempo que transcurrió hasta que Matos, ese
muchacho con esencia africana, que su madre anotó tarde, clavó el
segundo, fue lo más cercano a la eternidad que conocí en vida. Es
curioso cómo uno termina festejando la aparición de un número dos
en la pantalla: es el minimalismo absoluto trasladado al relato del
fútbol.
A eso debe agregársele el
sufrimiento potenciado por ese placer culposo de bajar la pantalla y
leer los comentarios de hinchas de cualquier otro club menos San
Lorenzo, paladeando las cargadas ante el papelón tan cercano. Un
punto intermedio entre un placer culposo y el masoquismo, casi como
intentar abandonar la marihuana en Jamaica.
El sábado próximo, finalmente
enfrentaremos al Real Madrid, equipo al que hace unos años sólo
soñábamos con enfrentar en una playstation chipeada. Las
diferencias son astronómicas, pero no sólo en términos monetarios:
con el diezmo de lo que Ronaldo cobra por hacernos creer que tiene
caspa, se solucionarían los problemas habitacionales en Nigeria. La
principal diferencia no pasa por allí, sino por el humilde sentido
de pertenencia. Hinchar por el Real Madrid es lo más parecido a ser
fanático de un banco multinacional. De hecho, quienes alientan al
equipo español, en términos castizos, declaran que ellos “van por
el Madrid”, como si luego de analizar ciertas variables deportivas,
económicas y financieras, hubieran llegado a la conclusión de que
les conviene ser simpatizante de ese club-empresa. En cambio, el
sanlorencista ES del Ciclón, como una consecuencia inevitable de su
ser, algo más fuerte que él, aún cuando todo le dice que no.
Si fuera un partido de tenis, al
mejor de cinco sets, ninguna persona en su sano juicio apostaría por
San Lorenzo, pero en noventa minutos es probable que hasta el Papa
haga un poco de lobby celestial y nos de una mano. Hasta Federer en
su mejor momento perdía algún set contra un mortal. El equipo de
Boedo llega sin sus dos cracks: ni Piatti ni Correa, el revulsivo de
mitad de cancha para adelante, esos dos jugadores por los cuales no
importaba que te convirtieran cuatro goles, porque uno sabía que
meterían cinco. Representaban la guapeza en un equipo que apostaba
al palo por palo y salía ganando.
Hoy no están, pero Bauza, ese
tipo con cara de garca de película de Tarantino, ha sabido
reacomodar el equipo, sustentando sus esperanzas y las de todo
sanlorencista en dos piezas claves: Ortigoza, ese gordito retacón
con la cancha en la cabeza que a uno le encantaría tener a su lado
en cualquier picado, con el cual iría a la guerra con un tenedor (la
cuchara la estaría utiliando para zamparse un buen flan con dulce de
leche) y Romagnoli, gambeta, cerebro, alma y corazón. Un genio al
que, al igual que Stephen Hawking, su cuerpo no estuvo a las altura
de su sapiencia, traicionándolo con reiteradas lesiones que minaron
su potencial. Podría haberse quedado en la autocomplaciencia, pero
se sobrepuso a cuatro! operaciones de ligamentos (quien escribe estas
líneas tiene una, va para la segunda, y ya está pensando en
dedicarse full time al ajedrez) y aún así nos regaló apiladas
metafísicas como la que hizo contra Newells para que Gigliotti
convirtiera con la oreja. En una época en la cual hasta el banderín
del corner tiene publicidad estática, jugadores así nos recuerdan
que el sentimiento a veces prevalece: imposible olvidar que aún con
la rodilla rota, se quedó en cancha renqueando contra Belgrano para
no dejar a sus compañeros con uno menos. Cuántos jugadores pondrían
plata para quedarse en el club de sus amores?
Real Madrid probablemente podría
adquirir el estadio, la copa, el plantel de San Lorenzo con sus
respectivas familias, y hasta Marruecos en sí, pero hay algo que
jamás podría comprar, y en lo cual radica la diferencia sustancial
entre los dos equipo: el hambre. Para todo lo demás existe
SuperCard.
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