lunes

Iban veinte minutos del segundo tiempo y el partido moría en la intrascendencia inapelable del cero a cero. El equipo de Sean Penn Arruabarrena había dominado durante prácticamente la totalidad del encuentro la posesión de pelota, sin poder traducirlo en oportunidades concretas de gol. San Lorenzo, preso de su postura mezquina, se conformaba con esperar agazapado una oportunidad, con un planteo que lo acercaba más a Los Pumas del Mundial 2007 que al fútbol total de la Naranja Mecánica: patear la pelota para arriba, y a la carga Barracas. lirismo puro. Hasta que promediando el segundo tiempo, ingresó Ortigoza, ese distinto con pinta de operario metalúrgico, y el partido hizo el primer crack. Se le podrá achacar su dudoso estado atlético, se le podrá decir que tiene un sólo abdominal del tamaño de una buzarda. Todo lo que quieran. Pero es un digno representante de una especie en extinción: en una época en la que abundan los cyborgs tatuados, más preocupados por mantener su jopo filoso durante noventa minutos que de colaborar con el equipo, Ortigoza posee un elemento que escasea. Donde prima el músculo, el aporta la pausa. No da un pase intrascendente: sus destinatarios siempre tienen una finalidad, resultan un eslabón dentro de una cadena, independientemente de su resultado final. 
Con Mercier, conforman una dupla dramática que trascendió las barreras de Argentinos Juniors para alcanzar el cénit en el club de Boedo. Se completan el uno al otro tan bien que si no fuera porque son físicamente opuestos, uno podría pensar que comparten la partida de nacimiento. Tal vez porque a los dos el reconocimiento les llegó "de grandes" (siempre hablando en períodos de tiempo futbolísticos) o porque tuvieron que pelearla desde abajo, uno regando las canchas del ascenso, otro ganándose el mango como vendedor ambulante, juegan con un desparpajo desprovisto de histerias. Con un par de pases, el equipo comenzó a pararse diez, quince metros más adelante. Tampoco nos engañemos en pensar que faltaban Ribelino y Tostao para completar Brasil del ´70, pero en la meseta de juego en la que había entrado el partido alcanzaba para oxigenar un poco la defensa.
El segundo gran cambio se produjo por el ingreso de Matos. Algún empleado del Registro de las Personas debería investigar seriamente si por un error administrativo no se trata de un caso gemelo de algún futbolista africano que anotaron tarde. Cuando lo enfocan en las entrevistas los surcos de su cara, coronados por una tonsura indisimulable, nos hace replantearnos si el tiempo transcurre a la misma velocidad para todos los mortales. Acostumbrado a fajarse sólo con defensores a lo largo de su carrera en clubes tacaños futbolísticamente, parece haberse graduado ene esta versión utilitaria del Ciclón, exprimiendo las piedras, parafraeando a Nito.
Minuto cuarenta y cuatro. Cuando estaba a punto de rajarse el televisor ante tanta fealdad, Betancourt, un pibe al cual lo que le falta de guiso le sobra de calidad, probablemente la figura del partido hasta el momento, comete un error de principiante e intenta darle un pase a Cata Díaz, más preocupado en poner cara de malo que en recordar cómo era este juego. Matos, expectante y expeditivo, traduce esa única chance en gol. Fue curioso ver cómo inmediatamente unos cuantos hinchas de Boca, paradigma del machismo y la cultura del aguante, abandonaban la Bombonera en pos de llegar rapidito a su cero kilómetro. Mientras tanto los comentaristas exponían sus críticas, y aquellos que ensalsaban el pragmatismo y la eficacia del fútbol champagne del Boca de Bianchi de repente arreciaban contra el planteo retaceador de Bauza. De fondo los pocos que quedaban en la cancha acusaban a San Lorenzo de ser de la be, omitiendo que eso sólo los hacía lucir más ridículos: al parecer, habían perdido con su propia medicina contra un equipo de una categoría inferior. La incoherencia boquense no tiene límites. Mientras tanto, mis cuerdas vocales, que sí lo tienen, me pedían un respiro.

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