miércoles

Hasta siempre, Gil Wolff

El sábado pasado murió uno de los mejores escritores argentinos de todos los tiempos, y sin dudas, su mejor dialoguista: Rodolfo "Quique" Fogwill, aunque según su personaje, creado siguiendo las técnicas del marketing, se lo conozca más como "Fogwill" a secas, tal el nombre de su marca (esa que lo supe vender como un cocainómano empedernido, capaz de pasar temporadas enteras sin dormir escribiendo un texto, y sabiendo exactamente qué novela escribir para ganar un premio, con la displicencia manifiesta de quien sólo lo hace por plata).
Fue uno de los últimos escritores de esa rara especie, en vías de extinción, para la cual la figura del hombre de letras excede ampliamente la foto de solapa, transformándos de este modo en una figura de la cultura pública, redefiniendo el rol del literato hacia un campo mucho más abarcativo (la figura de Norman Mailer bien podría compararse). Por esto es que no era extraño que generara debates desde las inocuas páginas de una entrevista, regodeándose con el malestar que causaba en los escritores bienpensantes del establishment, a quienes se encargaba de denostar en cada oportunidad que tenía.
Probablemente, de lo que surje de la lectura de sus libros, no haya pensado sinceramente el cuarenta por ciento de lo que afirmaba con vehemencia en las entrevistas; pero lo importante no es eso, sino que a través de este simple ejercicio dialéctico se encargaba de correr los límites, obligando a uno a replantearse numerosas cuestiones en las que en situaciones ordinarias no hubiera reparado. Esto nos da una pauta de lo injusta que puede ser la memoria popular. Si se leen los diarios del día, da la sensación que uno sólo puede triunfar en la vida si se tienen habilidades para el baile (¿?), mientras que al fallecimiento de un verdadero artista le dedican unas escuetas líneas en el cuerpo del diario. Irónico que una persona que a través de sus textos intentó mostrar la otra verdad, raspando la superficie para llegar al hueso, denunciando los peligros de la comodidad bienpensante prefabricada, haya comprobado en carne propia la desidia con la que el sistema trata a sus engranajes.
Llegué a sus libros por una de esas casualidades metafísicas, de tono fantástico, que la literatura suele entregar, casi como si nos fuera enseñando el camino: en una época de mi adolescencia me había fanatizado con Vonnegut, devorando cuanto libro llegara a mis manos. Leyendo el diario, un día me topo con una entrevista a Fogwill, quien captó mi atención por su parecido con el viejito de Indianápolis: mismos rulos, mismas canas, idéntica postura intransigente. Al día siguiente compré "Muchacha punk", y la adicción ya estaba en mis venas.
Justamente, hace poco conseguí una edición de "Los pichiciegos", libro incunable durante largo tiempo. A veces es contraproducente leer sobre libros a los cuales se pondera largamente, ya que existe un riesgo importante de desilusión (me sucedió con "En el camino"), por lo cual en numerosas ocasiones es mejor manejarse por olfato. Cuando terminé de leerlo, comprobé que no había un solo adjetivo que alabara "Los pichiciegos" que sobrara. Libro fenomenal, desaforado, con los diálogos filosos de siempre, y con una escena (la del milico prendido fuego con su propia bengala) que nada tiene que envidiarle a otros textos míticos de la literatura argentina (me viene a la cabeza ese fragmento de "Los siete locos", en el cual Erdosaín se queda sentado en la cama de la prostituta adolescente). Sin dudas, uno de las mejores novelas sobre el sinsentido de la guerra jamás escritas, comparable a "Matadero 5", del ya mencionado Kilgore Trout.
Lo pretencioso suele ser tan peligroso como la estupidez. Fogwill lo repite como un mantra inconsciente en cada uno de sus textos, escapando a los lugares comunes, dejando en el camino una literatura exenta de juicios de valor simplistas, confiando en que la sapiencia del lector completará su obra. Gracias y hasta siempre, Gil Wolff.

No hay comentarios.: