lunes

Los Forzosos de Almagro

No se si será gracias a que es domingo a la tarde, después de comer, lo cual provoque menos lucidez que de costumbre, lo cual ya es mucho; no se si se debe a que vi una casa extremadamente parecida a la que vivía en Buenos Aires; o al hecho que estoy releyendo "Triste, solitario y final", de Soriano, veneno azulgrana hasta la médula.
La cuestión es que me puse arec ordar las tardes enteras que me pasé de chico jugando solo a la pelota, tirando paredes, literalmente, y yendo a buscar centros que yo mismo tiraba. Para quien lo veía desde afuera debía parecer una pulga en pleno ataque de epilepsia. Me acuerdo entrando y saliendo de la cocina de casa con los pies embarrados (siempre me gustó jugar descalzo), mientras mamá me regañaba con la radio española de fondo, que publicitaba los vuelos de Iberia, todavía ajenos a las privatizaciones de Carlos I.
Incluso tenía imaginado los distintos sectores del estadio, que en esa época San Lorenzo no tenía, y lo que es peor, jugábamos de locales en el insalubre Tomás Ducó. La puerta del garage era la salida del vestuario, mientras que los techos a dos aguas que desembocaban al jardín eran las tribunas, con todos los espectadores sentados, como veía por la tele que pasaba el fútbol inglés.
Pero creo que lo que más adoraba era ponerme la camiseta del Ciclón para completar la fantasía. Siempre pensé que la camiseta que uno tuviera era casi como una declaración de principios. En mi caso, tenía una que tenía más plástico que una bolsita del supermercado, con el hexágono de Astori en el pecho. La de la época del mejor Pipo, de Zacarías, Ruiz Díaz, "Totó" García, Zandoná, "Yaya" Rossi, y un pibe qu epintaba bien, un pampeano, Biaggio. Usaba la camiseta hasta que terminaba deformada por los tirones, de las faltas imaginarias que me autoinfligía. La trasnpiración corría como por canaletas, pero la sensación era insuperable. Esperar a la pelota que bajaba por el techo para cabecear el centro mientras se aflojaban las tejas era el éxtasis futbolero. Ni qué hablar cuando ya de "grande" me pude comprar la oficial, con el escudo bordado, de la época de Pipo y Silas, con el "Conde" Galetto manejando la mitad de la cancha como un titiritero aristocrático.
Se que me van a decir que soy un melancólico empedernido, cosa que de todos modos soy, pero la verdad es que me encantaría poder detenerme en esa etapa de fútbol, barro y nesquik. Qué más podía pedir uno, salvo que el campeonato del ´95 se adelantara un poco. Hincha de River o de Boca puede ser cualquiera, acostumbrados a ganar y a derrochar, pero ser hincha del imprevisible Cuervo es único. Esas dosis de sufrimiento y gozo no son para cualquiera.

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